El ciudadano ilustre: pueblo chico, personaje grande

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En la nueva pelìcula de Cohn y Duprat, Oscar Martínez se luce como el argentino que ganó el Nobel

Por fin un escritor argentino gana un Premio Nobel. Ésa es la premisa ficcional de El ciudadano ilustre, el arranque de la historia que protagoniza Daniel Mantovani, cuyo temperamento rebelde queda en evidencia en la propia ceremonia de entrega de ese preciado galardón. Mantovani es un intelectual solitario, agobiado por los compromisos que le exige su profesión y, aunque él seguramente negaría la categorización, crudamente misántropo. Recluido en su espectacular residencia de Barcelona, recibe decenas de invitaciones que rechaza. Pero hay una que lo tienta inesperadamente: desde su pueblo natal, Salas, eje de toda su literatura, llega la noticia de que quieren nombrarlo ciudadano ilustre. Movido probablemente por la curiosidad, la nostalgia y quizá en busca de nueva inspiración, Mantovani acude. Y obviamente el reencuentro con ese lugar pequeño y desangelado que parece haber quedado congelado en el pasado provoca una serie de episodios que son los que se desarrollan a lo largo de los cinco capítulos en los que está dividida la historia, cuya fluidez narrativa es un mérito indiscutible.

Cohn y Duprat saben cómo hilvanar con eficacia situaciones por lo general cargadas de un humor ácido y filoso. Cada escena dura lo conveniente, tiene un remate o, con pericia, deja abierto un enigma. También son convincentes los trabajos del elenco: tanto Oscar Martínez, el punto de vista que privilegia la película, como Dady Brieva, Andrea Frigerio y Manuel Vicente están ajustados, en sintonía con el tono del film, puntuado por ironía y el desencanto. Y es en los momentos más oscuros cuando todo se consolida: en las amenazas que el recién llegado empieza a recibir por no interpretar cabalmente la lógica que domina a esa comunidad cerrada o cuando aparecen cuentas mal saldadas de hace años. Trastabilla, en cambio, con la insistencia en el trazo grueso y los lugares comunes para desnudar la dinámica del pueblo chico, reproduciendo innecesariamente prejuicios cristalizados. Cohn y Duprat se recuestan demasiadas veces en caricaturas muy reconocibles, dibujadas con un cinismo y un distanciamiento que ya parece marca registrada de su obra. El plano de la oficina de la intendencia del pueblo, con los retratos de Perón y Evita de fondo, simboliza ese enfoque que generaliza sin matiz alguno. Como si hubiera que dar por sentado que un político de provincia, y para colmo del PJ, es siempre un mero oportunista. Es una mirada que puede generar una veloz e irreflexiva complicidad porque simplifica el mundo, nos lo presenta más asequible. Todo lo contrario a lo que el cine debe proponerse.

 

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