Javier Milei hace de la debilidad un valor. Se propone objetivos épicos que van de “el ajuste más grande de la historia de la humanidad” a la salvación de Occidente, y lo hace con un espíritu casi religioso. Transmite la imagen del mártir solitario que lucha contra poderes superiores y malintencionados.
El recurso del desvalido es viejo como la política, esa profesión llena de Davides peleando contra Goliat. Lo novedoso de Milei es la construcción de un gobierno y un movimiento basado en una propuesta que reniega de la tradición estatista y paternalista de los líderes argentinos.
Sin pasado que defender, la apelación constante a la antinomia “argentinos de bien contra la casta” le permitió transitar a Milei cinco meses en la Casa Rosada sin sentir una erosión significativa en su imagen pública. Los que confiaron en él, en apariencia, lo siguen haciendo. Hay un halo de ilusión en esta “gesta del hombre común”. Parcial, por supuesto, aunque de momento suficiente.
Pero el relato por definición es perecedero como recurso para transitar el poder. Milei enfrenta en estas horas un punto de quiebre; el momento en que para bien o para mal tendrá que subirse al potro desbocado que le toca domar.
El peronismo, con Cristina Kirchner todavía como principal articuladora, se propone desnudar la fragilidad del Presidente con un bloqueo de la Ley Bases en el Senado, donde le faltan apenas cuatro votos para la mayoría absoluta. El sindicalismo –desgastado y todo– recurrió al arma extrema del paro general para acentuar el malestar de los afectados por el ajuste y hacer más costosa cualquier deserción en la tropa propia del Congreso.
Milei ya sabe que no tendrá la ley en los tiempos previstos. La confianza en un trámite fácil que exhibía el ministro del Interior, Guillermo Francos, flaquea. ¿Atormenta al Presidente un escenario eventual de derrota? Ser víctima de un complot del kirchnerismo le ofrece otro confortable episodio de la batalla contra la vieja política y le permite regodearse con el “principio de revelación” (con el que se valida en función de los que tiene enfrente). ¿Pero hasta cuándo resultará eficiente la epopeya de la impotencia? ¿En qué momento la fe cede al reclamo de resultados?